Y es lógico: la tecnología es un pilar fundamental de nuestra competitividad. Sin embargo, hay un factor que realmente determina la capacidad de una empresa para avanzar: las personas con espíritu intraemprendedor.

Este tipo de profesionales tienen una característica que los distingue. No se conforman con ejecutar lo que ya funciona, si no que buscan constantemente cómo hacerlo mejor. Son quienes detectan pequeñas ineficiencias que nadie había visto, quienes imaginan usos distintos para una misma herramienta, quienes se atreven a plantear soluciones que desafían el “siempre se ha hecho así”. No actúan por rebeldía, sino por responsabilidad y visión de futuro.

En un entorno tan exigente como el industrial, rodeado de cambios tecnológicos, cadenas de suministro cada vez más complejas y mercados en evolución, contar con personas capaces de explorar, cuestionar y proponer es una auténtica ventaja competitiva. Son ellos quienes convierten los retos en oportunidades y quienes mantienen viva la capacidad de adaptación de la organización.

Pero ese espíritu no surge de modo casual. Debe acompañar a las personas que forman parte de los equipos, pero también debe cultivarse de forma proactiva en el seno de las organizaciones. Estructurar entornos donde la iniciativa se valore y se impulse, y donde las ideas encuentren espacios para desarrollarse, consigue que las empresas se transformen ganando agilidad, creatividad y una visión más amplia de su propio potencial.

Porque la innovación no siempre nace de grandes revoluciones. Muy a menudo nace del compromiso diario de quienes deciden mirar un poco más allá, de quienes se atreven a proponer un camino nuevo y de quienes, desde dentro, empujan a la empresa hacia el futuro. Y esas personas, sin duda, son el motor más valioso que una industria puede tener.